Fernando
A las huellas y a los martillazos en el pie.
“Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.”
(Isidoro Blaisten)
Creía haber leído hace un tiempo en un cuento que los seres humanos nos aferramos a cosas supuestamente insignificantes, pero ¿quién dice qué es insignificante y qué no? Para usted, querido lector, mi anillo de bodas no vale nada y, sin embargo, para mí es más que todo, lo que no es poco. Usted también se aferra a elementos "insignificantes", como una foto familiar, aquel juguete de la infancia, el mantel manchado de vino de la última reunión con amigos, una flor en un libro. Si se desatara un incendio u ocurriera una inundación en su ca sa, estimado lector, estoy segura que lloraría por las pérdidas económicas, pero que en su interior el dolor sería más profundo por la pérdida de aquellos elementos aparentemente insignificantes.
Ella supo desde su más temprana infancia que hay que aferrarse a lo que nos da emociones constantes y que de nada sirve vivir para emociones efímeras e insustanciales, claro que a esa edad no lo decía con esas palabras. Y lo puso en práctica el día que conoció a Fernando. Si debo ser sincera, ni ella ni yo sabríamos decirle el nombre de aquel hombre, pero Fernando es un nombre que le sentaba bien.
Se había adentrado en un kiosco para comprar un insignificante alfajor de chocolate y dulce de leche -para recordar los viejos tiempos en que, con sus amigas, compraban uno cada una para comer en los recreos- cuando lo vio por primera vez: esperaba el colectivo con expresión ausente frente a una casa de regalos insignificantes. Lo miró abstraída de la realidad, creyendo que lo conocía de antes, tal vez de haberlo visto en el colegio secundario, en los tiempos en que asistía religiosamente a la plaza o en una reunión grande de amigos de unos amigos. Pero no estaba segura ya que el tiempo había pasado y él no mantenía su rostro adolescente: era todo un hombre. Y ella era toda una mujer, una mujer acompañada por fuera y sola por dentro. Tal vez ni siquiera lo conocía, que era lo más probable, pero nadie lo sabía con seguridad. Bellas incertezas, malditas incertezas. Lo vio subiéndose al colectivo, desapareciendo, volviendo a aparecer para sentarse en uno de los asientos individuales y, finalmente, trasladándose a gran velocidad a bordo de ese trasporte.
El kiosquero tuvo que chasquear sus dedos frente a los ojos de la mujer para despertarla de ese trance en el que se encontraba y le dio el vuelto.
Esa noche durmió con un ojo abierto, mirando a su marido que roncaba plácidamente. Con ese ojo miró a todos lados: un cuadro de Monet, un perfume de imitación, la sombra de árbol, un conjunto de ropa usada, una foto del casamiento.
Tres días después, mientras caminaba por otra calle y a otra hora, veía vagamente las vidrieras donde se exponían productos caros y baratos. Dentro de un local de cosas inclasificables vio a Fernando. Algunos de los transeúntes pensaron seguramente "a esta mujer le fascinan los Ludomatics" al verla tan concentrada en el escaparate. De adentro del local se escuchaba una canción sobre un pueblo sin ánimos, o algo así. Y era ella la que no tenía ánimos en realidad. Un vidrio la separaba del ser más interesante de la Tierra, tal vez del amor de su vida. Dudó un instante y, cuando la canción terminaba, entró y preguntó el precio de un dominó de lujo. Era carísimo pero valía la pena escuchar su voz linda y muy masculina. Hubiera deseado escucharlo decir "Te queda bien ese abrigo" pues era una frase agradable a los oídos y al corazón. Se llevó un dominó barato pero de aspecto más agradable. Al llegar a su casa, lo colocó en un cajón junto con un par de mazos de cartas y crayones viejos.
Su nueva actividad consistía en visitar la vidriera de Fernando una vez a la semana. En el bolsillo izquierdo de su abrigo guardó una ficha de dominó, más precisamente la que tenía el doble seis, tal vez para recordarle que estaba en ella la posibilidad de dar el primer paso. ¿Qué hizo? Se separó, se mudó a un departamento blanco a pocas cuadras de su casa anterior y se cortó el pelo. Sin embargo, contra lo que usted, querido lector, está pensando, nunca volvió a pasar por aquel local de productos inclasificables ni por ese kiosco. No le gustaban las obviedades ni los lugares comunes. Continuó su vida tal como era antes casarse: cocinaba liviano, se regalaba una vez a la semana una golosina, escuchaba música y no vio más la televisión. De todos modos, su objetivo no era convertirse en una adolescente tardía sino dejar de mentirse y abandonar la vida rutinaria sin amor para vivir como quisiera. ¿Y si se enamoraba en el trayecto? Bienvenido sea.
Fue así que una noche se rompió el bolsillo de su abrigo y la ficha cayó en la calle. La patearon y pisaron muchos peatones hasta que un niño la levantó. Su padre le dijo:
-No seas sucio, dejá esa ficha inmunda donde la encontraste.
(Un cuento por Sabrina Prieto)
Etiquetas: No me cuentes cuentos ni leyendas o te inventes historias
Posted by Mamots at 19:39
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